El 22 de noviembre de 1963 la noticia que daba la vuelta al mundo y llenaba las portadas de los periódicos era el asesinato del presidente John F. Kennedy. El Heraldo de León informaba a los lectores de la polémica tragedia sucedida en Dallas, Texas.

Esta es una hora de dolor. La muerte del Presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, pone crespones de luto no solamente en el vecino y amigo país del norte, sino en todos los lugares del mundo donde se rinde culto a la libertad y a la dignidad humana. Porque el hombre que ha caído bajo las balas de un miserable asesino, era portaestandarte del mundo libre, líder de una nación poderosa, luchador incansable por la paz y la concordia entre los pueblos.

Kennedy,  que ha sido uno de los más jóvenes Presidentes norteamericanos, no necesitó de muchos años para conquistar, por derecho propio, un lugar en la historia. Será siempre recordado como el sereno conductor de un gran pueblo en momentos turbulentos y difíciles, como el perseverante trabajador por evitar a la humanidad la catástrofe de una guerra nuclear; como el íntegro demócrata que puso un hasta aquí a los desafíos y las provocaciones de los enemigos de la libertad.

México siente como propia tan irreparable pérdida. No se han apagado aún las cálidas demostraciones de afecto con que fuera recibido en nuestro suelo, los testimonios de fervorosa admiración popular hacia quien sabíamos amigo nuestro por serlo de la fraternidad americana. Y no se extinguirá la devoción a una figura cuyo nombre ha unido a la solución de disputas centenarias, a la generosa iniciativa de la Alianza para el Progreso, al impulso, dentro y fuera de las fronteras de su país, a todas las nobles causas del progreso en la libertad  y en la justicia.

Esta es una larga grave.

La acción del asesino abre insospechadas interrogantes en el presente y en el futuro. De la misma manera que el individuo se integra en la comunidad nacional y está sujeto a las influencias de los demás miembros de la nación, así los pueblos son interdependientes, y no existen hechos, grandes ni pequeños que podamos contemplar con la despreocupación de quien se considera la margen de la historia. Como en los versos del poeta, no debemos preguntarnos por quién doblan las campanas; su tañido va dirigido a todos.

Este es el momento en que la unidad nacional, nuestro más preciado bien, se manifiesta en una sólida, perseverante e inquebrantable disciplina en torno a nuestro Presidente. La voz del Primer Mandatario habla por todos y a todos nos ordena. En estos instantes de dolor, mantengámonos unidos, atentos únicamente a los más altos intereses de la Patria.