A lo largo de la historia de nuestro país, han existido prisiones que hasta el día de hoy se recuerdan con vergüenza y horror. Desde la histórica San Juan de Ulúa en Veracruz hasta el infame ‘Palacio Negro’ de Lecumberri y los muchos centros penitenciarios que operan a diario en todo el país.

Sin embargo, existió un centro penitenciario que, en tiempos del México Colonial, destacó por ser uno de los lugares más horribles que pudieron existir: La Prisión de La Acordada. Se dice que cuando un criminal era sentenciado a dicho lugar, comenzaba a temblar, sin contenerse. El México Colonial estuvo repleto de leyendas tenebrosas, protagonizadas por almas en pena y demonios, pero la historia de La Acordada es auténtica de principio a fin.

Para comprender el origen de esta cárcel, es importante asumir que el crimen llegó al Nuevo Mundo casi al primer instante en que Hernán Cortés puso un pie en tierras prehispánicas. Mientras América era colonizada por los españoles, los delincuentes comenzaron a organizarse, siendo los bandoleros los rateros que se pusieron ‘de moda’. Era normal sufrir robos con violencia en los diferentes caminos que llevaban a la Nueva España y sus diferentes pueblos y encomiendas. De igual forma, como siempre ha ocurrido en México, no faltaban los ladrones que se colaban a los hogares.

El Duque De Linares, virrey de aquel entonces, reunió a un grupo de personas influyentes, al que nombró ‘Tribunal de La Acordada’ para precisamente ‘acordar’ la construcción de lo que sería la cárcel que lleva su nombre en lo que hoy en día es la avenida Juárez con Balderas, en la Ciudad de México. El 14 de febrero de 1781 abrió sus puertas lo, que sería sinónimo del horror.

En La Acordada (sobra aclarar) no se busca la reinserción social, pues tal concepto no existía en el siglo XVIII. Solo se trataba de reprimir, golpear, humillar, castigar, e incluso matar. Quien estuvo al frente de dicha prisión fue Don Miguel de Velázquez, un hombre que, el día de hoy, sería visto como alguien que violenta sin más hasta el más básico de los derechos humanos.

TRAS LOS MUROS

En el artículo ‘Recinto de maldades y lamentos’ escrito por la investigadora Teresa Lozano Armendares, se describe el suplicio que era ser interno de La Acordada. Los patios eran estrechos, dignos de la Inquisición. Las celdas eran tan oscuras y húmedas, que parecían de tiempos de la Edad Media, la ventilación era nula, y los golpes y las torturas, actividades de todos los días, así como las ratas que devoraban vivas a las víctimas; los piojos, los mosquitos, las liendres y las chinches, que devoraban a los internos. La comida consistía en un poco de atole, tortilla de maíz casi crudo, y un puñado de habas. Además, las visitas de los familiares estaban prohibidas y solo se permitía dos horas de sol.

En la cárcel estuvieron simpatizantes de Benito Juárez, y el periodista del bando liberal Francisco Zarco. En el Archivo General de la Nación, e incluso en la red, se pueden leer testimonios de los internos de La Acordada, siendo el de Mariano López Infante uno de los más conocidos. Velázquez tenía carta blanca del virrey para ejercer mano de hierro con los prisioneros. Todos los días visitaba La Acordada y los golpeaba, tal como recuerda el texto de López Infante: “El trato que el citado alcaide da a los reos, pues por lo más leve, sin licencia alguna, los injuria, rompiéndoles a porrazos brazos y cabeza, esmerando su crueldad”.

Pero el horror no podía ser eterno. En 1788 ocurrió un terremoto que tumbó muchos de los muros de La Acordada, y tras la muerte de Velázquez, los castigos fueron menos severos. La Historia de México siguió su curso, y con el triunfo del bando liberal, se decidió derrumbar La Acordada.

Hoy en día, en Avenida Juárez en CDMX abundan los negocios y el bullicio, lejos de aquellos infames horrores coloniales.